El colegio, al menos durante el día, no era un lugar tan horrible como lo era por las noches. Todavía podían caminar, vigilando las espaldas, por los pasillos y cruzarse con gente de otras razas sin mediar palabra y creando un ambiente raro, tenso y cargado de desconfianza. Las saetas de los relojes rotos no se movían, y con ello Katori sabía que aunque durmiese, comiese y sintiera necesidad de descansar el tiempo era algo tan pobre como relativo allí.
 
La dragona no se internaba en el colegio sola y prefería esconderse en el exterior para evitar ser cazada pero, pese a todo, había un santuario para ella. Un lugar que aunque luciera abandonado, roto y poco utilizado ella aprovechaba en las horas en las que las razas aprovechaban para establecer su dominancia sobre el comedor. ¿Ella? Ella ya comería más tarde. Su apetito voraz le empujaba a alimentase más que otros y con tanta gente mirando era todavía un blanco más fácil para quienes ignoraban las normas. El aula de música ya no tenía persianas y las ventanas dejaban entrar toda la luz que se podía. Había manchas coloridas aquí y allá y muchas sillas estaban colocadas sin orden lógico, con mesas apiladas y restos de intrumentos en un lado y otro. Por suerte estos estaban en un estado bastante respetable y es que para un cazador no eran muy útiles.
 
Aquel lugar casi mitológico, refugio de paz donde a veces era molestada y la acústica brillaba por si misma, Katori echaba esas horas muertas. Escondida, no era de extrañar que pocos la viesen. Su falta de voz con otros y de relación con un grupo mayoritario obligaban a la independiente muchacha a buscarse la vida. Allí, sentada en una mesa de las tantas que había apiladas quizá como barricada para defender el aula, comenzó a tocar una guitarra acústica con algunas manchas de pintura y rasguños visibles que no habían penetrado la caja. Tan pronto como se relajó y vació su mente temporalmente de pensamientos negativos empezó a tocar una canción conocida entre alguna gente de su país con gusto por cierto tipo de música.

Repetía los intensos acordes del inicio con la mirada entrecerrada, fija en un punto medio entre un piano de cola y la puerta. Pese a poder usar una guitarra eléctrica, como de la que se había apropiado al poco de despertar, prefería usar aquel instrumento más viejo, de madera hueca, en esa ocasión. No tener un amplificador ni electricidad le generaba un profundo desasosiego musical.
 
Entre nota y nota, mientras la chica tarareaba algo, sus ojos vivos y activos miraron a la puerta que se abría y al desconocido que, a sus ojos, también ponía en riesgo a sus seres queridos hablando. Su aspecto era inusual y el lenguaje verbal de Katori era cuanto menos el de un gato asustado y con los cabellos erizados. Obviamente se detuvo. Tensa, miró unos segundos a la ventana, barajando sus posibilidades. Si había un sitio en el que especialmente no quería problemas esa era la clase de música. Negó y le hizo un gesto con la mano, señalando una de las sillas. Con un movimiento rápido se volteó a la pizarra de música, con pentagramas incrustados, y con un pedazo de tiza sucia escribió su nombre, algo que ya estaba empezando a hacérsele repetitivo: "Takei Katori". Tras eso, ligeramente sonrojada por el hecho de tener un espectador, se sentó en una mesa para tocar cómodamente.

 
Despacio punteaba y, a veces golpeaba la caja del instrumento. No era perfecto su tempo, presa de los nervios, y tampoco consistente en la velocidad, pero ciertamente sentía como que esa melodía la representaba. Al ritmo de la canción, canturreando en un tono más grave del que podía pedir la canción acústica, aprovechó la técnica que aprendió de cierto elemental para comunicarse sin estar dando informació o pidiéndola a nadie de otra raza. Para ello esperó unminuto de canción, serenándose para hacer eso que todavía se le hacía un mundo.
 
— ¿Quién eres?
 ¿Qué haces?
 ¿Qué quieres?
 ¿Y dónde vas? —
 
Repitió esa parte tres veces que correspondía a una suerte de estribillo, solo para seguir un poco después para añadir algo una vez hizo la hilera de preguntas por tercera vez y antes de continuar con el resto de la melodía.
 
 — Yo solo quiero-
   -un poco de paz. —
 
De forma visible y delatora tomó aire tras hablar, como quien se ahoga sin oxígeno. Con un poco de suerte eso sería suficiente para poder acabar la pieza de algunos minutos ante su espectador y que este no hiciese nada raro. Todavía estaba asustada y ni siquiera el halago de querer ser espectada le quitaba el suave temblor en los dedos.

Fue al terminar que pudo levantar sus ojos y fijarse, ahora bien, en los detalles de su interlocutor. Cada cosa que veía en el extravagante contrario, mucho mayor que ella, le hacía pensar que estaba acorralada y en apuros otra vez. Era la historia de nunca acabar cuando se cruzaba con otros y no le gustaba. Al menos, aunque fuese momentáneamente, le ayudaba tener la guitarra en su mano como defensa. Recapituló en su mente las respuestas que el desconocido recién le dio mientras cantaba y sus mofletes se volvieron a encender traicioneramente. Esos comentarios eran demasiado para ella pues estaba acostumbrada a tocar para sus hermanos o conocidos, no a que los desconocidos de ese colegio le dijeran toda clase de amables comentarios.
 
Para ocultar aquello se levantó y fue a la pizarra, borrando su nombre y escribiendo un escueto "Gracias". ¿Y qué iba a hacer ahora? Miró al suelo unos segundos bajo el encerado. Realmente su mente se dividía entre dos opciones. La primera, la fácil, era irse de allí ahora que había sido descubierta y pillada por un espectador y, la segunda, quedarse y jugar a ese entretenido juego que era, a veces, la música. Suponía que, a unas malas, siempre podía defenderse de alguna manera, ¿no? Haciendo de tripas corazón se volteó, yendo a una esquina no sin antes dejar la guitarra sobre una mesa, haciéndole un además con la mano para que esperase. Rebuscó entre una pila de recambios para los instrumentos. Era una fortuna que alguien cuidase tanto de aquella sala y equipo pese a todo.
 
Tras unos segundos sacó un tambor tomtom para batería con dos baquetas y se lo aproximó como quien realiza un intercambio peligroso, dejándolo cerca de él, pero no a su lado. Si Katori iba a comunicarse iba a ser con la música y si él, de propio acuerdo, iba a golpear para hacer percusión por lo menos que usara algo normal. Tras eso la chica volvió a su asiento y, sin mirarle, tocó otra melodía diferente, completamente improvisada, inconexa y mirando por la ventana. Toda cooperación estaba, para ella, prohibida, por eso si alguien hacía algo tenía que ser él, nada de que ella siguiera voluntariamente al hombre de las cicatrices. Con el movimiento de sus dedos en ambas manos empezó a tocar, a su aire, una canción más animada que lo que sus sentimientos decían.
 
— Nadie va seguro solo por ahí~
 En este colegio tan sucio y gris~.
 
 Despertar al dragón no queremos~
 Ni romper las normas debemos~. —
 
Dentro de la excesiva simplicidad esperaba haberle dado esa idea para que entendiera un poco más las dudas que tenía. Las de siempre, las que acababa preguntándole a todo el mundo sin hablar como personas normales. De hecho una sonrisilla estúpida y boba se dibujó en su rostro al pensar que, tal vez, si cumplía las normas podría salir antes de allí, pero algo le decía que no era todo tan simple ni tan amable. Tras un largo puente musical volvió a improvisar al compás de la canción otras dos frases que estuvo rumiando un buen rato.
 
— A la familia volver a ver~
 Es lo que nos hace obedecer~. —
 
Cuando acabó se encogió de hombros sin mirarle. Suponía que con eso el hombre de orbes esmeraldas tenía más que suficiente para hablar si tenía que hacerlo. Katori solo estaba atenta al sol que bañaba la clase y a los posibles pasos o ruidos del contrario. Si un sonido llegaba a sus oídos ella no podía evitarlo, no estaba cooperando... y con eso se intentaba consolar en relacionarse con gente que no era como ella... y que nunca jamás iba a serlo mientras estuvieran allí dentro.
 

Katori miraba de reojo a su curioso acompañante y negaba, con media sonrisa, al escuchar el ritmo tan caótico que marcaba. Fresco, tal vez, pero suponía que estaba más entretenido en tocar aquella pieza de la batería que atacarla directamente. De todas formas todavía no sabía qué raza era, por lo que se mantenía en tensión. Aquello era siempre una partida de póker constante donde conocer la raza del otro podría darte una ventaja combatiba sobre el otro. Maldita sea, le encantaría decirle que ella tomaba sus decisiones y que todo aquello que ella hacía no era por ningún egoismo estúpido. Tenía sus motivos, los mejores para ella, y nada iba a hacer cambiar de opinión a la tozuda japonesa. El hecho de querer decirle que aquello era más que un tambor pasó a un segundo plano tan rápido como escuchó la voz del de ojos verdes.
 
De hecho debía de suponer que esa actitud que a Katori tanto molestaba era propia del mismo grupo del que algunos formaban, rompiendo normas sin importarles nada. Frunció visiblemente el ceño, molesta, y bufó sonoramente. Las reglas eran una tontería, por supuesto, igual que todas las normas que le habían impuesto. No era la primera vez que se lo decían, pero detestaba que se tratase ese tema con tanta frialdad. Agachó su cabeza. Quizá él no lo sabía, quizá no tuviese memoria, no conocía su caso, pero ella sí recordaba todo y no iba a rendirse.
 
Con fuerza apretó el diapasón de la guitarra acústica. Inamovible miró por la ventana buscando una manera de expresar aquello con más música. Con el tiempo que llevaba allí en su cabeza ya se había formado una especie de excusa, contraargumento, para la gente que, razonadamente, le inquiría sobre la posibilidad de hablar sin cooperar. Deslizó su mano libre a las cuerdas y tocó otra vez unos acordes simples, pero esta vez en una octava significativamente más grave y despacio, buscando trasmitir parte de esa molestia que sentía. Ya no tenía ese tono tan meloso, para nada, y el rasgado de las cuerdas era más errático.
 
— ¿Es que no lo ven?
 ¡No los quiero perder!
 
 Cooperar es hablar.
 Igual que lo es compartir.
 Pues al información dar.
 Una vida has de sesgar.
 
 Y no lo voy a dejar.
 Un superviviente no se rinde jamás.—
 
Sentenció con un rasgado poco efectivo, más propio de las guitarras eléctricas. No sabía como poder convertir en rimas poco obvias, y sin nombrar a nadie directamente, la idea que ella tenía. Si hablaba su nombre dirigido a una persona, se argumentaba a si misma, ya cooperaba en que la otra persona tuviera una información que antes no. Era un regalo para alguien. Y no iba a provocar ni un poco a lo que estuviera controlándoles, existiera o no. Incluso si eso era una broma cruel o un experimento vigilado quería tener la conciencia tranquila de que ella iba a hacer todo lo posible por su familia y, si salía, que se supiera. Ella había forzado todas las cartas para no dar ni un ápice de información directa, y por eso le molestaba que la tentasen a romper lo que ella y unos pocos histéricos consideraban como normas inamovibles.

El orgullo y determinación de un dragón los hacían seres con los que era difícil tratar en según que circunstancias. Sin embargo, más allá de la coraza que su fuerza y energía les daba, todos tenían una personalidad más profunda y propia. Como sucedía con casi todas las razas, eran personas y Katori era una de esas tozudas personas que tan pronto se enfadaba como, sin dejar de pensar en tener la razón, se sentía ligeramente mal. Ya le había pasado otras veces de no poder expresarse con toda la honestidad que podía, y eso solo se había complicado más y más desde que entró allí y su voz quedó rebajada a un uso selectivo y aislado.
 
Con otro largo suspiro miró como el contrario, de reojo siempre y vigilante como quien se sentía vulnerable y débil, insegura, dejaba en un sitio cercano a ella una especie de galleta... ¿para perros? Alzó una ceja, aliviando su humor, sustituyendo la impotencia y enfado con una duda casi cómica. Si tan solo pudiera decirle que él no era la molestia, si no el dar por hecho que ella no tenía su único motivo para volver a casa en cumplir las normas, quizá podía salir del paso y de una situación tan poco decorosa y amable para ambos. Ya había tocado antes para otra gente desconocida, menos en ese colegio infernal, y con estar en paz se refería, sin explicárselo a nadie, a el dar un mensaje simple y emocional, sin palabras dirigidas a nadie. Temía a cada momento romper las normas y en su deseo estaba el que se la comprendiese y pusiera fácil no hablar.
 
Pero nada era fácil, y por querer trasmitir una idea de fuego, sincera pero abrasadora, acabó con cenizas que no podía limpiar. Para Katori nadie molestaba siempre que no diesen motivos reales, pero prefería que no se le tocara el tema de seguir o romper la norma. Ya le había pasado con anterioridad. Negó y, como gesto de buena voluntad, tomó la galleta y la olió. Nada raro, aunque tampoco podría haber detectado nada. Le dio un pequeño mordisco y, ante su sabor, decidió comérsela de un bocado. Un dragón no podía decir que no a un aperitivo. Con las manos en su guitarra tocó tres notas, algo que con anterioridad había hecho con otro conocido suyo para agradecer musicalmente. Un "Fa", un "Mi" y un "Sol" eran acompañados de una palabra sencilla y con sílabas muy separadas. — Gra ~ ci ~ as. — No sabía a cuanta gente le había cantado eso, pero sí sabía que dar comida a otra raza era cooperar, y que ella se aprovechaba de eso. No era fácil tener tales ideas día a día.
 
Con otro gesto, mirando a la pizarra ahora por comodidad, dándole la espalda, tocó algo más pausado, esta vez, y con lentitud extrema, pensó con algo más de cuidado la letra, para hacer referencia a él sin usar ninguna alusión directa. Tenía que ser una letra real.

— Perdona mis gestos.
 Mis miradas. Mis palabras.
 Pero la decisión de mis restos.
 Se busca hacer respetar.
 
 Escuchar no mata mi paz.
 La música es la verdad.
 Ni tampoco ver otra faz.
 Solo no quiero hablar. —

Tragó saliva, volteándose hacia él, inclinándose un poco en un gesto muy japonés. En realidad intentaba no hacer enemigos o generar malestar, pero, si decidía irse, que fuese comprendiendo sus actos. Con la palma de la mano señaló la puerta, en silencio, y se encogió de hombros con gesto neutro. Era su decisión y, al igual que ella tomó la suya y quería ser respetada, lo asumiría aunque fuese culpa suya. En aquel colegio la culpa y el desasosiego eran el triste pan de cada día... y aliviarse las conciencias mutuamente era un reto abismal si no era con la familia de uno. Con su "raza".

Katori se encontraba intentando equilibrar la balanza entre histeria y diplomacia. Ciertamente su único y amable espectador tampoco se lo ponía fácil con lo parco de sus palabras, pero no podía culparle demasiado al ella no querer hablar mucho más. Tenía la guitarra, pero todo se trasformaban, como aprendió, en mensajes generales de los que había que deducir cosas relativamente obvias. Era complicado, y en esos momentos era cuando más quería y necesitaba la compañía de algún dragón que pensase parecido a ella. ¿Tan raro era? Eso parecía. Su raza no le ponía las cosas nada fáciles.
 
Pero Katori no era de rogar compañía aunque la desease. Con un suspiro escuchó sus últimas palabras, evitando en todo momento su mirada y cualquier cosa que pudiera empezar una conversación indeseada. Se limitó a vigilar de reojo y aguardar una reaccion nueva. El único gesto visible tras sus palabras fue el rubor de sus mejillas al recibir un halago por su voz. Era su punto flaco y más viniendo de un completo desconocido que, presumiblemente, no tenía ningún interés en decir cosas bonitas. Espiró despacio y asintió. Si era la última vez que le veía por lo menos podría, pues no era difícil, corresponder esa sencilla promesa.
 
Aprovechando estar frente a la pizarra borró, con su mano, lo anterior y escribió otra vez de forma escueta, sin saber si lo leería o no. "Saldremos. Hablaremos. Cantaremos. Prometido." Plasmó con firmeza, sentenciando con aquel punto y final que hizo eco. Si la cosa no se torcía ahora tenía un motivo más para salir, y es que por extraño que el mayor pareciera o por muy chocante que fuese su lance de filosofías tenía claro que, sin duda, fuera de allí todos podían ser mejores y aprender de lo vivido.
 
Se volteó hacia él con todo el aula por medio, guardando distancia, y seria, aunque no enfadada, hizo una reverencia al estilo japonés, despidiéndose o queriendo zanjar, disculpándose, aquel suceso. Pasara lo que pasara no podía retenerle mucho más y comenzó a puntear algunas cancioncillas populares por mera distracción. No deseaba, la verdad, reavivar ese fuego, pese a que parecía tener la muchacha un don para encender fuego aquí y allá, tanto literal como metafóricamente. Aquel era su día a día y uno nunca sabía si, en otras circunstancias, podrían volver a dialogar como personas y no como animales chantajeados por en mal superior.